sábado, 21 de febrero de 2009

La única Berisso


Vago era el recuerdo que me había formado de Berisso. Mis primeros acercamientos llegaron a través del fútbol. Apenas algunas anécdotas del club del barrio, San Carlos, que como se sabe, tiene menos suerte futbolera que su clásico rival de Ensenada, Cambaceres, aunque mayor es su popularidad. Porque si algo tenía claro de Berisso es que Berisso es Pueblo. Dicen que allí nació el 17 de octubre del ´45. Puede ser, quién sabe si es cierto, pero lo que no es cierto en la historia de los hechos concretos, pasa a ser verdad en la memoria colectiva y se hace igual y legítimamente cierto. La historia de las leyendas y los mitos a veces supera a la historia de los hechos, porque el mismo hombre redacta nuevamente las cosas que le pasaron con leves giros de cómo hubiese querido que le sucedieran.
Italo Calvino imaginaba ciudades en sus “Ciudades Invisibles”. Berisso fue para mi invisible hasta hace muy poco. Pero su invisibilidad no impedía que la viera. Los frigoríficos anunciaban en mi imaginación una ciudad, en realidad un pueblo, lleno de barracas, galpones y mucha chapa por dónde se mire. Claro que no me imagino los colorinches boquenses en Berisso. Mi recuerdo, (¿recuerdo de cuándo si nunca había estado allí?) me traía a la mente chapas más oxidadas, muy marrones, y algunas de reemplazo con color cinc. El famoso Swift, un pedazo del imperio instalado en su corazón, habrá transformado el barrio a su imagen y semejanza. Casas pequeñas, pegadas unas a otras, plagadas de gente del interior que de a poco federalizaron un idioma propio del pueblo. El idioma de las huelgas, del orgullo de sentirse obrero incluso en épocas de desocupación. El idioma que se habrá forjado en la misma calle Nueva York. Porque además trato de pensar a que clase de loco con ansias de primer mundo se le habrá ocurrido ponerle ese nombre a una arteria por dónde sólo sangre obrera habrá corrido. Yo le hubiera puesto calle Chicago, por ejemplo, en recuerdo de los mártires de esa ciudad, en recuerdo de un 1 de mayo que en Berisso es todos los días.
Pero mis recuerdos de Berisso no se terminan así nomás. También hay que citar al famosísimo “foforito” si, sin S, porque el pueblo le dice “foforito” y no “fosforito”; ese que se ve desde la gran capital. Muchas veces mirando las boyas en la hora de creciente, mientras buscaba el pejerrey, miraba el foforito de Berisso, su llama que no se apaga nunca, como si se alimentara de toda esta leyenda constantemente.
La lectura del gran Haroldo Conti me transportó, no hace mucho, al interior de la fantasmagórica Isla Paulino. Claro, la lancha sale de Berisso y a la isla va la gente de Berisso. La isla también es Berisso. ¿Es que Haroldo hizo célebre a la Isla, o la Isla lo hizo célebre a él?. Yo no me atrevería a afirmar ni una ni otra cosa. Normalmente las grandes personalidades se complementan, como cuando San Martín y Bolívar se encontraron en Guayaquil, liberando América latina del yugo español, como cuando el Che y Fidel se encontraron en la casa de María Antonia. Así habrá sido con la Isla y Conti. Allí Haroldo escribió sus últimos poemas, charlando con los isleños de su vida, del pescado, del faro, de las lanchas, de las sudestadas. Después el gran Conti desapareció, porque tenía la enorme virtud de imaginar, en un mundo dónde imaginar puede conducir a sueños peligrosos para el sistema.
Imaginé a Berisso con toda esta carga: obrera, pescadora, isleña. Pero me faltaba algo para conocerla por dentro, por sus calles embarradas los días de lluvia.
Pero el imán de Berisso me siguió acercando. Hace algunos días pensé en ir en moto hasta la isla aprovechando la bajante del Plata en una hora precisa del día en que se descubre un banco de arena que hace de puente imaginario y real hasta la Paulino. Pero algo me detuvo. No era el momento de conocer Berisso, aunque ya tengo serias dudas de si realmente no la conozco. Más vaga aún se volvió mi sensación. Creo que entre recuerdo e imaginación me hice una versión propia de Berisso.
La imaginación empezó a transformarse en vista, en paisaje, cuando las suelas de mis zapatos comenzaron a raspar la arenilla de sus calles. Pero no iba sólo. Me di cuenta que nunca podría haber llegado solo a Berisso, porque la Berisso a la cuál yo había llegado era la imaginaria. Ahora se fundía ese pueblo imaginario con el real. Una mano, igual que las musas con los artistas, o las copas de vino con los escritores, me llevaba contándome que era todo eso que había visto, pero que veía por primera vez. Me di cuenta que no pienso irme de Berisso, si no es llevado de la mano por ella. Me di cuenta de que ella era la única Berisso.

La última vez...


Muchos cuentos se han iniciado recordando que siempre hubo una vez. Ninguno se acuerda de las últimas veces. Hay últimas veces individuales y colectivas. Hay últimas veces para siempre y últimas veces que después resultan ser farsas de últimas veces, porque vuelven a ocurrir como si en realidad nunca hubieran sido últimas.
Hay últimas veces concientes, partidas dolorosas que encuentran en las lágrimas sobre la mejilla la indeleble tinta de lo que ya no volverá a ser, gotas tibias que devuelven las sensaciones originarias del miedo a encontrarse a oscuras, solo, cayendo al abismo en un sueño, o hacia los fondos de un río desafiante que no muestra aquello que oculta en profundidad de su lecho.
Hay otras últimas veces que tiñen de silencio la escena, plasman de tranquilidad el todo porque en realidad ya no queda nada después de lo último que se aleja. Lo último es capaz de volar, es indefectiblemente una distancia que deja se ser cuantificable, es sólo el inicio del recuerdo, el comienzo de algo que se vuelve nostálgico porque empieza a convertirse en memoria.
Una vez fue la última que nos subimos a la casita del árbol, aunque se trata de aquellas últimas veces no tangibles que se hacen presentes recién como tales cuando el cuerpo y la mente dejan de ser lo que éramos y otros subidos a la casita comienzan a llamarnos usted.
A veces la última vez se hace presente desde la memoria colectiva, desde las risas, el llanto o los abrazos. La anécdota, por ejemplo, es un ejercicio inútil de resistencia a la última vez, aunque no así la música que en más de una ocasión ha logrado doblegar a las porfiadas y obstinadas últimas veces. Una canción valiente siempre será canción nueva decía un poeta y tenía razón, aunque también es cierto que muchas canciones han vuelto indisoluble el recuerdo de la última vez haciéndolo más último aún, si cabe la redundancia.
Hubo últimas veces que cerraron las heridas, otras que las abrieron, últimas veces que significaron el fin, y otras que representaron el comienzo de algo nuevo.
Últimas veces al fin y por fin. Como estas palabras que se deciden a cerrar esto ahora, en la única y última vez de una fecha como todas, y como ninguna.