viernes, 6 de marzo de 2009
Haroldo suspira en el viento
Todo comienza y termina con una máquina de escribir. Un escritorio cargado de imaginación sobre las cosas simples, esas que se supone simples porque son de todos los días, porque están incorporadas en lo cotidiano y generalmente no sobresalen.
Algunas papeletas desordenas ordenan en letras y palabras historias para nada fantásticas. Una vela, algunas fotos familiares y muchos libros completan el paisaje.
Haroldo Conti dejó su escritorio a la fuerza, cuando le quedaban en el tintero muchas historias simples para ser contadas también a los simples.
“Luce una imaginación compleja y sumamente simbólica”, decía el informe sobre “Mascaró” que elaboraron sus captores, que vaya paradoja se hacían llamar “los de inteligencia”. El castigo y la intolerancia arribaron a su casa de Villa Crespo y lo arrancaron de su escritorio para siempre la noche del 5 de mayo de 1976.
Desde entonces los ríos lo siguen buscando, especialmente “ese viejo y taciturno León”, que rodea Buenos Aires de norte a sur. En los Bajos del Temor, el arroyo Anguilas toma forma de pez y asoma su mirada por entre los juncos tratando de encontrarlo pescando junto al Viejo o al Boga. Es posible sin embargo, que ahora se encuentre en el Guazú, buscando el Flecha de Plata, porque es verdad que hay que conocer ese río para saber lo que es un río en esta parte del mundo.
Los barcos siguen esperanzados con volver a cruzarse con El Mañana o con el Aleluya, porque en alguno de ellos estará él, amarrado a un timón de historias que siempre implican la libertad; también los botes amarrados al abandono, descascarados del tiempo y sin nombre esperan que venga el Boga o el mismo Haroldo a ocuparse de ellos. ¿Acaso hay algo más triste que un barco sin nombre?
Haroldo partió, remó y naufragó. Se animó a encarar la vela “hasta el culo del mundo”, y quizás eso no le fue perdonado. Militó en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y adhirió al Frente Antiimperialista por el Socialismo (FAS) sin renegar que era un pueblo peronista el que tenía que llegar al socialismo. Concibió una literatura que no buscaba transformarse en un manifiesto político, pero sin embargo decía que habiendo vivido y mamado el drama político del país, seguramente ese drama político emergería, como emergió incluso en la soledad del delta, en la vida dura y siempre miserable del isleño, en morfar bagres todo el invierno hasta que remonte el precio del maldito junco.
Haroldo suspiraba en presencia de la injusticia. Era un suspirante, según varios que lo conocieron. Seguramente uno de esos suspiros inspiró “Alrededor de la Jaula”, allá, en el zoológico de Buenos Aires, donde una mangosta llamada “Ajeno”, espera en su jaula la visita diaria de Milo que nunca más va a llegar. Ajeno recuerda ya con nostalgia la noche en que Milo llegó con su barreta y lo cargó en su mochila huyendo por Avenida del Libertador en busca de la libertad. Ya nunca más comerán juntos las milanesas que le llevó la Tita al Leyland abandonado de la calle Brasil, devenido en refugio ante la llegada de los primeros rayos de luz. El breve cautiverio de Milo y Ajeno resume como el escritor entendía el ser libre: la libertad es una quimera para los de afuera, mientras existan los de adentro. Fueron testigos del escape el Rey del Vacío, el Club de Pescadores y el restauran Munich, pero también un policía con cara de picapiedra que persiguió a Milo, como quizás haya perseguido a Haroldo en la maldita noche del 5 de mayo de 1976.
Haroldo, el cazador de las historias simples, de todos, ya no está. Su fantasma camina todos los días los muelles abandonados de la Isla Paulino, el todavía hoy casi incógnito lugar que se mimetizó con el escritor como ningún otro después de su crónica, la última, de abril de 1976 en la revista Crisis. Se dice que junto a Don Paulino Pagani Haroldo suele comer los domingos soleados las famosas pastas que prepara la mujer del isleño, acompañadas por supuesto, con el vino de la costa, y también con sus tristezas.
Haroldo ya no está porque si en algo tuvieron razón sus secuestradores es en que tenía la cabeza llena de cosas. “Siempre tengo la cabeza tan llena de cosas que no me sorprendería si un día de estos salta en pedazos”, decía Lito, o mejor, lo decía Haroldo a través de Lito en “Como un León”, donde el relato es de los humildes, de los villeros “toda esa gente que empieza a moverse en este mismo momento y no se pregunta qué será de ellos el resto del día y menos el día de mañana sino que simplemente comienza a tirar para adelante”. También la vieja locomotora Caprotti, arrumbada a las afueras de la 31, en vías del San Martín, esperará en su vientre la visita de otros villeros, de otros personajes de esos que uno se cruza todos los días rompiéndose el alma por dos mangos, o rompiéndose el alma no importa por qué. En su caldera, o en la de cualquier General Motors tirada a un costado de los pobres, se escucharán todavía las conversaciones sobre la Puta Vida. No hay ninguna duda.
Esa atmósfera compuesta y contradictoria que rodea a la villa, con aviones en despegue, trenes en arribo, camiones cargados rumbo al puerto, chimeneas mugrientas y por supuesto, ese inconfundible olor a río y las luces de los barcos del canal, cautivaron la atención de Haroldo, porque hay vida detrás de todo ese “polvoriento montón de latas” que poco tiene que ver, claro está, con la vida de allá arriba en los edificios autistas de la ciudad, habitados simplemente por ellos, por “los tipos” o “la bosta”, que al caso son lo mismo. Siempre hay vida en la prosa de Conti, hay vida en los ojos de pez moribundo del Boga que sangrante sube al no menos herido Aleluya para contemplar juntos el anochecer y transformarse ambos en una sola alma en pena; hay vida en aquellos profetas improvisados y arltianos que en sus cuentos hablan del futuro y todas esas cosas: a veces se trata de un estafador inmobiliario como Requena, a veces es el hermano de Lito que haciendo de padre primero lo muele a palos y después lo acompaña caminando con una mano en el hombro hablándole justamente de eso, de la vida. Claro que al hermano de Lito después lo mató la policía, y es ahí donde Haroldo se choca con Haroldo y no puede abandonar su compromiso político.
Esa es la vida en Conti, no hay otra ni ningún más allá. Haroldo halló el sentido literario de la vida del tipo común, muchos de ellos seguramente desgraciados, el pobre por pobre y el rico más pobre aún por pederasta o por tener “la sonrisa más desgraciada del mundo”. Haroldo fue un cazador de historias cotidianas, esas que te ponen la piel de gallina en piernas, brazos y cualquier lugar del cuerpo donde un pelo se atreva habitar.
sábado, 21 de febrero de 2009
La única Berisso
Vago era el recuerdo que me había formado de Berisso. Mis primeros acercamientos llegaron a través del fútbol. Apenas algunas anécdotas del club del barrio, San Carlos, que como se sabe, tiene menos suerte futbolera que su clásico rival de Ensenada, Cambaceres, aunque mayor es su popularidad. Porque si algo tenía claro de Berisso es que Berisso es Pueblo. Dicen que allí nació el 17 de octubre del ´45. Puede ser, quién sabe si es cierto, pero lo que no es cierto en la historia de los hechos concretos, pasa a ser verdad en la memoria colectiva y se hace igual y legítimamente cierto. La historia de las leyendas y los mitos a veces supera a la historia de los hechos, porque el mismo hombre redacta nuevamente las cosas que le pasaron con leves giros de cómo hubiese querido que le sucedieran.
Italo Calvino imaginaba ciudades en sus “Ciudades Invisibles”. Berisso fue para mi invisible hasta hace muy poco. Pero su invisibilidad no impedía que la viera. Los frigoríficos anunciaban en mi imaginación una ciudad, en realidad un pueblo, lleno de barracas, galpones y mucha chapa por dónde se mire. Claro que no me imagino los colorinches boquenses en Berisso. Mi recuerdo, (¿recuerdo de cuándo si nunca había estado allí?) me traía a la mente chapas más oxidadas, muy marrones, y algunas de reemplazo con color cinc. El famoso Swift, un pedazo del imperio instalado en su corazón, habrá transformado el barrio a su imagen y semejanza. Casas pequeñas, pegadas unas a otras, plagadas de gente del interior que de a poco federalizaron un idioma propio del pueblo. El idioma de las huelgas, del orgullo de sentirse obrero incluso en épocas de desocupación. El idioma que se habrá forjado en la misma calle Nueva York. Porque además trato de pensar a que clase de loco con ansias de primer mundo se le habrá ocurrido ponerle ese nombre a una arteria por dónde sólo sangre obrera habrá corrido. Yo le hubiera puesto calle Chicago, por ejemplo, en recuerdo de los mártires de esa ciudad, en recuerdo de un 1 de mayo que en Berisso es todos los días.
Pero mis recuerdos de Berisso no se terminan así nomás. También hay que citar al famosísimo “foforito” si, sin S, porque el pueblo le dice “foforito” y no “fosforito”; ese que se ve desde la gran capital. Muchas veces mirando las boyas en la hora de creciente, mientras buscaba el pejerrey, miraba el foforito de Berisso, su llama que no se apaga nunca, como si se alimentara de toda esta leyenda constantemente.
La lectura del gran Haroldo Conti me transportó, no hace mucho, al interior de la fantasmagórica Isla Paulino. Claro, la lancha sale de Berisso y a la isla va la gente de Berisso. La isla también es Berisso. ¿Es que Haroldo hizo célebre a la Isla, o la Isla lo hizo célebre a él?. Yo no me atrevería a afirmar ni una ni otra cosa. Normalmente las grandes personalidades se complementan, como cuando San Martín y Bolívar se encontraron en Guayaquil, liberando América latina del yugo español, como cuando el Che y Fidel se encontraron en la casa de María Antonia. Así habrá sido con la Isla y Conti. Allí Haroldo escribió sus últimos poemas, charlando con los isleños de su vida, del pescado, del faro, de las lanchas, de las sudestadas. Después el gran Conti desapareció, porque tenía la enorme virtud de imaginar, en un mundo dónde imaginar puede conducir a sueños peligrosos para el sistema.
Imaginé a Berisso con toda esta carga: obrera, pescadora, isleña. Pero me faltaba algo para conocerla por dentro, por sus calles embarradas los días de lluvia.
Pero el imán de Berisso me siguió acercando. Hace algunos días pensé en ir en moto hasta la isla aprovechando la bajante del Plata en una hora precisa del día en que se descubre un banco de arena que hace de puente imaginario y real hasta la Paulino. Pero algo me detuvo. No era el momento de conocer Berisso, aunque ya tengo serias dudas de si realmente no la conozco. Más vaga aún se volvió mi sensación. Creo que entre recuerdo e imaginación me hice una versión propia de Berisso.
La imaginación empezó a transformarse en vista, en paisaje, cuando las suelas de mis zapatos comenzaron a raspar la arenilla de sus calles. Pero no iba sólo. Me di cuenta que nunca podría haber llegado solo a Berisso, porque la Berisso a la cuál yo había llegado era la imaginaria. Ahora se fundía ese pueblo imaginario con el real. Una mano, igual que las musas con los artistas, o las copas de vino con los escritores, me llevaba contándome que era todo eso que había visto, pero que veía por primera vez. Me di cuenta que no pienso irme de Berisso, si no es llevado de la mano por ella. Me di cuenta de que ella era la única Berisso.
La última vez...
Muchos cuentos se han iniciado recordando que siempre hubo una vez. Ninguno se acuerda de las últimas veces. Hay últimas veces individuales y colectivas. Hay últimas veces para siempre y últimas veces que después resultan ser farsas de últimas veces, porque vuelven a ocurrir como si en realidad nunca hubieran sido últimas.
Hay últimas veces concientes, partidas dolorosas que encuentran en las lágrimas sobre la mejilla la indeleble tinta de lo que ya no volverá a ser, gotas tibias que devuelven las sensaciones originarias del miedo a encontrarse a oscuras, solo, cayendo al abismo en un sueño, o hacia los fondos de un río desafiante que no muestra aquello que oculta en profundidad de su lecho.
Hay otras últimas veces que tiñen de silencio la escena, plasman de tranquilidad el todo porque en realidad ya no queda nada después de lo último que se aleja. Lo último es capaz de volar, es indefectiblemente una distancia que deja se ser cuantificable, es sólo el inicio del recuerdo, el comienzo de algo que se vuelve nostálgico porque empieza a convertirse en memoria.
Una vez fue la última que nos subimos a la casita del árbol, aunque se trata de aquellas últimas veces no tangibles que se hacen presentes recién como tales cuando el cuerpo y la mente dejan de ser lo que éramos y otros subidos a la casita comienzan a llamarnos usted.
A veces la última vez se hace presente desde la memoria colectiva, desde las risas, el llanto o los abrazos. La anécdota, por ejemplo, es un ejercicio inútil de resistencia a la última vez, aunque no así la música que en más de una ocasión ha logrado doblegar a las porfiadas y obstinadas últimas veces. Una canción valiente siempre será canción nueva decía un poeta y tenía razón, aunque también es cierto que muchas canciones han vuelto indisoluble el recuerdo de la última vez haciéndolo más último aún, si cabe la redundancia.
Hubo últimas veces que cerraron las heridas, otras que las abrieron, últimas veces que significaron el fin, y otras que representaron el comienzo de algo nuevo.
Últimas veces al fin y por fin. Como estas palabras que se deciden a cerrar esto ahora, en la única y última vez de una fecha como todas, y como ninguna.
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